Comentario
Claro está que, aunque la crisis apareciera de forma brusca, tuvo unos antecedentes a los que luego se remitieron los especialistas para explicarla. La situación de desorden del sistema monetario internacional, aun sin ser la causa determinante de la crisis, contribuyó sin duda a ella. El desorden estaba causado por la caída del dólar, provocada por la decisión tomada por el presidente Nixon, sin ninguna consulta previa, de desligar el dólar del patrón oro en agosto de 1971. Como es sabido, lo hizo como consecuencia de la difícil situación de la economía norteamericana durante la Guerra de Vietnam. El déficit de la balanza de pagos creció en este país y también la liquidez internacional producida por la exportación del petróleo. Las principales monedas del mundo flotaron, en un marco de creciente inestabilidad.
Pero lo decisivo fue la sorpresa causada por los sucesivos choques por la elevación de precio de los productos petrolíferos. Ya la Revolución libia produjo un problema inicial, pero fue la Guerra del Yom Kippur y la caída del sha de Irán, todos ellos acontecimientos políticos, quienes tuvieron unos resultados más espectaculares sobre el precio del crudo. En 1971, todavía el precio del petróleo era negociado por las grandes compañías petrolíferas: siete de ellas dominaban el 80% de la producción mundial. Pero en 1973 ya no era así. Entre 1960 y 1971, el petróleo había permanecido estable en el precio y en la práctica había podido perder el 20% de su valor. Al mismo tiempo, su consumo había crecido de forma considerable hasta configurarse como la fuente de energía fundamental. Así se demuestra por el crecimiento del porcentaje del petróleo en el consumo total de energía. En 1950, representaba el 37.8% frente al 55.7% del carbón; en 1972, en cambio, el petróleo y el gas representaban el 64.4% del total.
En suma, puede decirse que la parte correspondiente al petróleo en el consumo de energía pasó de ser un tercio a dos tercios, en un momento en que el consumo anual de energía se triplicaba cada año. De este modo, las reservas petrolíferas descubiertas cada año eran inferiores al consumo anual. Por otra parte, los grandes países industrializados, a excepción de Estados Unidos y la URSS, eran grandes consumidores de energía pero no la producían. Gran Bretaña y Noruega empezaron a producirla con ocasión de la crisis, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos en el Mar del Norte.
Un factor decisivo en el panorama de los precios de la energía fue el hecho de que las grandes compañías explotadoras fueron nacionalizadas. En 1971, Argelia anunció, por boca de su presidente Huari Bumedian, la nacionalización de la industria petrolífera, hasta entonces francesa, en un 51%; en septiembre de 1973, Libia hizo lo propio. Incluso en un Estado tan conservador como Arabia Saudí sucedió lo mismo gracias a la constitución de Aramco en 1979. Durante el año 1972, otros países productores de materias primas intentaron presionar sobre los consumidores elevando los precios, por lo que se puede decir que había antecedentes del estallido que más adelante se produjo. Fue el petróleo, sin embargo, la única materia prima que influyó en la economía mundial.
La política internacional contribuyó de forma poderosísima a multiplicar el efecto de una tendencia así esbozada. El 16 de octubre de 1973, en un momento en que todavía la Guerra árabe-israelí no estaba concluida, los países de la OPEP tomaron la decisión de que el precio del barril del petróleo pasara de tres dólares a cinco. Al día siguiente, esos mismos países decidieron establecer un sistema de embargo para aquellos que parecían apoyar por completo a Israel como, por ejemplo, Estados Unidos y Holanda. En la práctica, estos embargos duraron muy pocos meses, acabando por ser levantados completamente en el verano de 1974. También los países de la OPEP optaron por reducir la producción entre un 15 y un 20% y, a continuación, hacerlo en un 5% al mes hasta que Israel abandonara los territorios ocupados.
Pero este sistema de limitación de la producción, que, en parte, se justificaba con la afirmación de que las reservas estaban agotándose acabó por dañar a los propios países productores, no correspondía a peligro tan acuciante y fue finalmente abandonado. Pero lo que no se detuvo fue la elevación del precio del petróleo. En diciembre de 1973, los países de la OPEP decidieron elevar al precio del barril de petróleo a casi doce dólares; se había cuadruplicado en el transcurso de tres meses.
No se detendría ahí el proceso. Llama especialmente la atención la persistencia unida a la brusquedad de los incrementos en el precio del petróleo, que se multiplicó por cinco en 1973-1974 y luego creció el 150% en 1979-1980. Aparte del efecto de la demanda creciente, el nuevo choque petrolífero de finales de los setenta estuvo motivado por la fuerte inestabilidad en la región que producía la mayor parte de petróleo consumido por el mundo y cuyo flujo principal procedía del cuello de botella del estrecho de Ormuz. La revolución blanca del sha, la posterior revolución iraní y la Guerra entre Irán e Iraq fueron factores que contribuyeron de forma decisiva a que el precio del petróleo alcanzara a fines de 1981 los 34 dólares por barril. Con respecto a 1973, se había incrementado en más de diez veces.
El impacto de este incremento del precio resultó variable según las latitudes, pero siempre fue grave, hasta el extremo de que bien se puede decir que remodeló la fisonomía económica del planeta. Europa y Japón dependían en mucha mayor medida de las importaciones que los Estados Unidos: la factura petrolífera pasó en las economías del Viejo Continente del 1.5% del producto nacional al 5%, cuando el volumen total del petróleo consumido había disminuido. La inflación, que hasta el momento era de un 4-5% anual, ahora se multiplicó hasta niveles inesperados y se hizo habitual que alcanzara los dos dígitos: en Gran Bretaña y en Italia, por razones diversas, el problema fue especialmente agudo. Todas las economías de los países industrializados debieron recurrir a planes de austeridad que, de forma inevitable, produjeron una disminución del consumo y una rebaja del nivel de vida.
A lo largo del año 1975, el crecimiento del PIB fue negativo en Estados Unidos (-0.7%), Gran Bretaña (-1.6%) y Alemania (-1.6%); los únicos países que crecieron lo hicieron en cantidades prácticamente inapreciables y, en ocasiones, por no haberse enfrentado todavía a la crisis. Las empresas tuvieron dificultades crecientes y el paro se incrementó. La recesión quedó confirmada como un fenómeno inevitable y se combinó con una cierta inflación de un modo un tanto inesperado en comparación con lo que había sido habitual hasta el momento.
En efecto, desde 1958 la inflación mundial había ido creciendo en un 2% anual y entre 1969 y 1972 lo hizo el 5%. Se había asociado en el pasado con una realidad inevitable para conseguir el pleno empleo, pero ahora apareció un fenómeno nuevo, la stagflation, es decir, la disminución del crecimiento convertido en compatible con el alza de los precios. Ha llegado, pues, el tiempo de la inflación de dos dígitos al mismo tiempo que la producción industrial disminuía su crecimiento en un 10-20% como mínimo. Además, con el transcurso del tiempo desapareció la sensación de que se podía salir de la crisis. Claro está que al mismo tiempo ésta no produjo una sensación de hundimiento semejante a la que tuvo lugar en los años treinta. Pero los tiempos de un crecimiento al ritmo de los años cincuenta y sesenta no se reprodujeron de nuevo, por más que con el paso del tiempo se alejara el fantasma de la crisis.
El aspecto en el que fue más manifiesta la crisis en todo el mundo fue el referido a la tasa de paro, que sobrepasó en los países de la OCDE el 5% en 1974-5 y en 1980-2 llegó al 10%. También las ganancias en la productividad se redujeron a partir de 1974. Tampoco en este caso las cifras del paro tenían nada que ver con el 20-30% de parados en los países industrializados en los años treinta. Se ha podido hablar de la aparición de una crisis de fondo en el trabajo en una onda de veinticinco años, al menos, de duración. A partir de mediados de los años ochenta, casi el 30% de los puestos de trabajo industriales desaparecidos no habían sido reemplazados por otros semejantes. Claro está que en este proceso había también un factor de progreso. Hubo, a partir del momento de la crisis, un doble fenómeno de industrialización del terciario y terciarización de la industria. El canciller alemán Helmut Schmidt llegó a la conclusión de que en el final de siglo, Europa no tendría más lugares de trabajo que oficinas, laboratorios y salas de visitas.
Pero es necesario hacer también mención del impacto que la crisis tuvo sobre los países subdesarrollados. Mucho más frágiles, en la práctica, no obstante, el destino de los países del Tercer Mundo después de la elevación del precio del petróleo fue muy variado. Una parte de ellos inició a partir de este momento un proceso de industrialización: éste fue el caso de Arabia Saudita, cuyo PIB se incrementó en un 250% en el transcurso de tan sólo el período 1973-1974. Claro está que los países productores de petróleo no se mantuvieron unidos. Frente a los que, como Irán y Libia, trataron de aprovechar al máximo el incremento en los productos petrolíferos, otros, como Arabia, actuaron con mayor prudencia de cara al impacto que sus medidas podían tener en los países desarrollados de Occidente. Pero los países pobres, carentes de petróleo, vieron cómo su situación se agravó todavía más, lo que alcanzó niveles especialmente dramáticos en el caso de África.
Para responder a la crisis de los productos energéticos y a esta situación en los más subdesarrollados, las potencias occidentales imaginaron varios procedimientos. Los Estados Unidos propusieron la creación de una Agencia Internacional de la Energía, que agruparía a los países consumidores de petróleo frente a los productores. La fórmula no fue aceptada por Francia, que propuso una conferencia entre países industrializados, subdesarrollados y productores de petróleo, que tuvo lugar en París bajo dos fórmulas sucesivas.
La convocatoria se repitió en los siguientes años, pero no pasó de establecer algunos principios fundamentales del nuevo orden internacional y la creación de un fondo especial de ayuda al subdesarrollo, por un importe de 1.000 millones de dólares. Una reunión celebrada en Cancún, en 1981, pretendió también establecer un nuevo marco de relaciones entre los países desarrollados y los no desarrollados (o entre Norte y Sur, como entonces era costumbre decir). Quizá mucho más prácticos fueron los acuerdos a los que llegó la CEE con países de África, el Caribe y el Pacífico, denominados Lomé I (1975) y Lomé II (1979). Estos acuerdos preveían una ayuda financiera a los países en desarrollo que cuadruplicaba la prevista en el acuerdo previo de Yaundé.
Si las iniciativas acerca del diálogo entre el Norte y el Sur fueron relativamente modestas, en cambio, los grandes países industrializados establecieron un principio de concertación a partir de 1975. Consistió en la celebración anual de una reunión a la que asistieran las cuatro potencias europeas más importantes desde el punto de vista económico junto con Estados Unidos y Japón, a las que se sumó luego Canadá e incluso el presidente de la Comisión Europea. De esta manera se estableció un mecanismo de respuesta destinado a convertirse en instrumento permanente de consulta. Por otro lado, las negociaciones del GATT, denominadas en referencia a la capital japonesa donde se celebraron en 1973-1979, tuvieron como consecuencia la aprobación de un nuevo acuerdo que preveía la desaparición de las barreras arancelarias. La realidad, sin embargo, era que en tiempos de crisis todos los países afectados por ellas recurrieron a procedimientos más o menos proteccionistas, al menos durante algún tiempo.
Las soluciones propiamente dadas a la crisis económica tardaron bastante en llegar por la perplejidad que producía la peculiaridad misma de la crisis. Tras la desvinculación del dólar del patrón oro, el sistema monetario imaginado en Bretton Woods, julio de 1944, podía considerarse muerto. En la Conferencia de Jamaica, en enero de 1976, los países más importantes decidieron reemplazarlo: a partir de este momento ya no hubo precio oficial del oro y quedaron legalizados los cambios flotantes. El capital de reserva del sistema monetario internacional quedó asegurado por los "derechos especiales de giro", en función de los cuales se señalaron las nuevas paridades de las monedas. El valor de los mismos quedó definido por el conjunto de las de los países industrializados en proporciones variables. La ponderación del sistema atribuyó al dólar un peso equivalente al 30% del total, manteniéndose así parte de la supremacía financiera de los Estados Unidos.
Otro sector de las soluciones a la crisis procedió de las decisiones individuales de una de las grandes potencias tomadas primordialmente por motivos derivados del interés nacional. En 1979, el director de la Reserva Federal norteamericana, Volcker, impulsó la decisión final de su Gobierno de atacar la inflación por el procedimiento de limitar la masa monetaria gracias a un incremento sin precedentes en las tasas de interés. De esta manera, los capitales afluyeron a Estados Unidos e hicieron subir el curso del dólar. Este hecho tuvo como consecuencia iniciar un proceso deflacionista y obligó a todos los países a optar por políticas de austeridad. Las economías desarrolladas llegaron al fondo de la depresión, mientras que las del Tercer Mundo, fuertemente endeudadas, vieron aumentar el peso de su carga financiera. Para evitar la bancarrota, tuvieron que acudir a las grandes instituciones financieras internacionales que les obligaron a una política de austeridad en ocasiones dramática. Pero si eso tuvo graves consecuencias políticas en muchos países, al mismo tiempo señaló el comienzo de una recuperación que era una realidad en todo el mundo a mediados de los años ochenta.
Por otro lado, en fin, el resultado a medio plazo del incremento de precios del petróleo tuvo como consecuencia el descubrimiento y la explotación de nuevos campos petrolíferos. El crudo de Alaska, Mar del Norte y México entró en el mercado a más de 20 dólares el precio del barril y contribuyó a la rebaja de los precios. La aportación de los nuevos yacimientos vino a suponer una cantidad semejante a lo que se consumía. Por otro lado, también los planes restrictivos del consumo tuvieron un efecto, al menos parcial. En 1980, el consumo de energía disminuyó del 2 al 3%, mientras que en algún año posterior pudo llegar a un 6%. Las cifras, de cualquier forma, no resultan muy significativas, dado que se manifestó una extraordinaria variación entre lo sucedido en unos países y en otros. Además, con el transcurso del tiempo y la disminución de los precios, volvió a producirse un incremento del consumo.
Aparte de influir en la aparición del fenómeno lacerante de un paro que, a diferencia de ocasiones anteriores, parecía imposible de solucionar por procedimientos convencionales, la crisis tuvo otras importantes consecuencias sociales. Dio la sensación de producirse la aparición de una nueva división internacional del trabajo, caracterizada por el traslado a nuevos escenarios del centro de gravedad económico. La crisis contribuyó al declinar de la industria tradicional, necesitada de reconversión, y con frecuencia pareció que, en muchos países, se trataba de un fenómeno semejante al que aconteció, por ejemplo, con el traslado del centro del mundo desde el Mediterráneo al Atlántico. Las nuevas industrias de comunicación y la informática aparecieron como relevo de las tradicionales. Por otro lado, la crisis económica contribuyó también a hacer aparecer la del Estado de bienestar.
Los límites de éste empezaron a percibirse cuando las Haciendas públicas sufrieron la crisis. En adelante, empezó a entrar en crisis la idea de que la reducción de las desigualdades debía ser un objeto esencial de cualquier política social a desarrollar o de que ese propósito podía cumplirse a partir de los presupuestos públicos. No sólo se hicieron patentes las dificultades de la obra a desarrollar por el Estado en este terreno sino que, además, al llevarla a cabo aparecieron riesgos de corporatismo y de clientelismo.
Finalmente, la crisis económica tuvo también repercusiones de carácter político. En Europa, las etapas de fuerte crecimiento habían venido acompañadas por largas secuencias de continuidad política. Ahora apareció una sensación generalizada de ruptura y crisis no sólo en lo económico, sino también en lo político: en Alemania, por ejemplo, el tiempo de crisis provocada por la banda Baader-Meinhof fue el comienzo de los setenta y en 1977 tuvo lugar el asesinato del presidente de los patronos. En Italia, en 1978 apareció asesinado Aldo Moro. Pero quizá más importante que estos problemas, que tan sólo arañaron la superficie de la estabilidad de las democracias aunque parecieran muy graves durante años, la tuvo el relacionado con la evolución de la izquierda.
En el momento de la crisis económica, que coincidió con una gran oleada de terrorismo -derivación próxima o lejana del espíritu subversivo relacionado con el año 1968- hubo presagios insistentes de que el mundo de la democracia occidental podía estar entrando en una crisis difícil de superar o incluso insuperable. La realidad fue que las que se presentaban como fórmulas superadoras demostraron con el paso del tiempo no serlo en absoluto, sino que por el contrario la fórmula democrática acabó por expansionarse, debido a que la crisis económica contribuyó a hacer desaparecer de la faz de la Tierra muchos regímenes dictatoriales a partir de los años centrales de la década de los setenta. Incluso con el transcurso del tiempo, esa misma crisis agravaría la situación económica de los países de Europa del Este y, como consecuencia, contribuiría a la crisis del comunismo.
Fue el llamado "eurocomunismo" aquella novedad ideológica que pareció cercana a representar una alternativa más nueva a la política vigente a partir de mediada la década de los setenta. Hasta los años sesenta, la relación umbilical mantenida entre la URSS y los partidos comunistas europeos se mantuvo sin fisuras ni problemas, por más que en los medios intelectuales el efecto de la invasión de Hungría, en 1956, fuera ya importante. La de Checoslovaquia, en 1968, produjo mucha mayor insatisfacción -y, por lo tanto, conatos de disidencia- en el seno de los Partidos Comunistas europeos.
La URSS trató de mantener la relación con los "partidos hermanos" en idénticos términos, pero ya no fue posible. Una reunión de los Partidos Comunistas europeos en Berlín, en junio de 1976, demostró que con muy contadas excepciones -el Partido Portugués- los Partidos Comunistas de los países democráticos y occidentales estaban a años luz de quienes ejercían el poder en la Europa Oriental. Para ellos resultaban inaceptables tanto la versión hasta entonces vigente del "internacionalismo proletario", que equivalía a servir a los intereses de la política soviética, como el respeto al "socialismo realmente existente" o, más aún, la función dirigente del PCUS.
Entre los Partidos Comunistas que quisieron manifestar su independencia de la Unión Soviética el que avanzó de forma más decidida, además de dar la sensación de poder llegar al poder, fue el italiano; así se explica que el "eurocomunismo" como denominación naciera allí. Tenía una cierta tradición original que se remontaba al pensamiento de Gramsci y a la flexibilidad de Togliatti en 1945. Dirigido por Enrico Berlinguer, en las elecciones de 1976 alcanzó un tercio de los votos, pareciendo para muchos la única fórmula alternativa ante un sistema democrático, como el vigente en aquel país, que parecía muy anquilosado. El PCI aceptaba entonces el Mercado Común e incluso la pertenencia de Italia a la OTAN; decía identificarse en exclusiva con los procedimientos democráticos (y sin duda, sus miembros y simpatizantes creían en ellos) e incluso consideraba posible un "compromiso histórico" con la Democracia Cristiana que le llevara a compartir el poder con ella.
Esta política nacía de la interpretación de que, en el Chile de 1973, las fuerzas de izquierda habían sido incapaces por sí solas de imponerse a la derecha dictatorial. En posiciones semejantes se situó el mucho menos influyente Partido Comunista español mientras que el francés, por más que aceptara la OTAN y la CEE una vez que suscribió un pacto electoral con los socialistas, caminó con muchas más dudas por esta senda.
Fue en los años 1975-1976 cuando el eurocomunismo pareció más activo y prometedor. Estableció entonces un nexo entre socialismo y democracia, pretendiendo que protegería más las libertades que los partidos burgueses y se ofreció como una vía distante al mismo tiempo del Este y del Oeste. Fue mucho más que una vía nacional al comunismo y demostró querer librarse definitivamente de la hipoteca estalinista. Pero sus limitaciones fueron también evidentes. No llegó a abandonar nunca el llamado "centralismo democrático" y, sin duda, fue benevolente con la experiencia soviética, empezando por la propia Revolución de 1917. Pero resultaba inquietante para quienes la dirigían; éstos se beneficiaban entonces mucho más de la actividad de movimientos pacifistas que defendían el desarme unilateral en la idea de que ése podía ser un buen camino para la paz mundial.
En realidad, la relación que mantuvo con la URSS fue, si no la de identidad y sumisión, la de quien había mantenido una antigua amistad con ella (Kriegel); nunca pudo ofrecer un solo ejemplo de un país que siendo comunista hubiera acabado por democratizarse. A partir del final de la década de los setenta, en cambio, cuando tuvo lugar la invasión de Afganistán por la Unión Soviética y se planteó la crisis interna del Estado comunista polaco, el eurocomunismo tuvo que optar entre la demostración de si lo que sucedido con él había sido una táctica o una impregnación de los procedimientos democráticos.
En muchos casos, había sido lo segundo pero eso sólo se descubriría con el transcurso del tiempo. También tardaría en demostrarse claramente que una de las consecuencias de la crisis de mediados de los años setenta fue el comienzo de un proceso de democratizaciones que se inició en las dictaduras tradicionales de la Europa mediterránea. En estos países -Portugal, Grecia, España- había existido en el pasado una cierta tradición democrática o liberal aunque en estos momentos hubiera un régimen que nunca fue propiamente totalitario o lo había sido en un pasado remoto. Diversos factores influyeron en que se iniciara el proceso democratizador. Se produjo, en primer lugar y en grados variables, un proceso de transformación económica que cambió o empezó a transformar las arcaicas estructuras que en el pasado habían hecho imposible la existencia de un régimen democrático estable.
Incluso más importante fue la quiebra de la legitimidad de los regímenes dictatoriales en un momento en que la democracia se había convertido ya en la ideología hegemónica gracias a los medios intelectuales, periodísticos y universitarios. Influyó en esto de un modo poderoso el cambio producido en el catolicismo a partir del Concilio Vaticano II. El hecho es que, en el período 1974-1977, estos tres regímenes dictatoriales de derecha quebraron de forma muy diferente, incluso jugando el Ejército un papel contradictorio: positivo en el caso de Portugal y negativo en el de Grecia y España.
El proceso se inició en Portugal en abril de 1974; de él, puesto que se prolongó bastante, se tratará en un capítulo posterior. Los antecedentes próximos fueron, en el caso de Grecia, la existencia de un conflicto exterior en Chipre que obligó a un régimen nacido en 1967, en el que el Ejército se había autoatribuido un papel esencial, a dejar el poder a la clase política tradicional. Uno de sus miembros llevó a cabo la transición hacia la democracia en tan sólo escasos meses, entre julio y noviembre de 1974.
La importancia de este hecho reside en que fue el inicio de una gran olea da de democratizaciones semejante a las que se habían producido en otros momentos de la Historia humana. Este proceso, iniciado en el Viejo Continente, acabaría llegando posteriormente al Nuevo, donde en 1973 sólo dos de cada diez países tenían instituciones democráticas y luego se extendió de nuevo, en Europa, a los países del Este y, en general, por todo el mundo.
En 1973, sólo el 32% de los seres humanos vivía en regímenes de libertad; en 1976, la proporción había descendido al 20%, entre otros motivos como consecuencia del estado de excepción impuesto en la India. Pero, ya en los años ochenta, la tendencia favorable a la democratización se había desarrollado lo bastante como para que al final de la década se produjera el derrumbamiento del comunismo. La sorpresa con que fue recibido obedeció a la poca percepción existente sobre los antecedentes. Ni siquiera en los Estados Unidos, la más importante de la democracias, existió conciencia de esta realidad, entre otros motivos porque no habían superado por completo su crisis de polarización interna de fines de los años sesenta.